• Una vida normal

Cuando el haz de luz se coló por la ventana iluminó nuevamente el potus estratégicamente ubicado para aprovechar el Sol. En la vieja habitación 223, su habitante despertó a la rutina del hospicio después de una noche mortalmente tranquila. La partida de José Luis había dejado más que una cama solitaria en el cuarto de al lado, había dejado un vacío que solo puede ser llenado con silencio de la locura. Abrió los ojos y todo estaba en su lugar: las sábanas blancas esperando a ser llevadas a la lavandería seguían sobre la sillita y en la puerta el vidrio con vista al pasillo mostraba lo que nunca llegaría a tener. Las paredes siempre blancas e inmaculadas, sin manchas pero con algunos arañazos que ya estaba acostumbrada a ver, todavía al lado de la cama de hierro se hallaban las tiras de tela que la habían sujetado al mundo de la cordura durante la crisis sufrida hacía ya una semana. La esperanza se desvanecía mientras el minucioso control de todo lo que se encontraba alrededor le indicaba que nada sería distinto hoy. Lentamente asomó la cabeza debajo de la cama: efectivamente, los ojos vidriosos seguían allí, a la espera de un descuido, listo para demostrarle que su permanencia en aquel lugar no se encontraba cerca del final y desafiando cada voz que sugiriese su carácter ilusorio. Nada fuera de lo común.

Desde que estaba internada en el Moyano había mejorado muchísimo. Ya no se negaba las cosas más esenciales para acallar las voces que la atosigaban ni se dejaba consumir por la paranoia que la poseía. Sin embargo aún a veces era víctima de su propia ilusión, por ejemplo cuando salía al patio a fumar un cigarrillo y se dibujaban frente a sus ojos garras de humo que la ahogaban. Médicos y enfermeras habían tratado miles de veces de hacerle comprender la gravedad de su asma pero siempre sin éxito.

El despertar del hospital era música para sus oídos, de un momento para otro Julia vendría a buscarla para acompañarla hasta el comedor donde desayunaría con el resto de los huéspedes. Felicitas se levantó ignorando a las arañas en la esquina de su cuarto y al sujeto que observaba desde debajo de la cama, decidió que ni el dinosaurio expectante detrás de la puerta ni los murmullos dentro de su cabeza iban a impedirle salir a la vida hoy. Y así como todas sus determinaciones esta también se esfumó dentro del desorden de su mente. Cuando la enfermera entró por la puerta la halló indefensa, agachada en una esquina de la celda de confinamiento en un estado de shock y gritándole a las voces que se callaran. Felicitas sentía como se hundía en la oscuridad del miedo una vez más alejándose del mundo y de lo conocido. La clorpromazina fue introducida en su cuerpo como un recurso para devolverla a la realidad pero a pesar de todo esfuerzo, el conflicto no contemplaba un final. En su desesperación veía acercarse a esos reptiles y las personas en su cabeza le gritaban lo inútiles que serían sus intentos de resistirse…

Pasó esa crisis como tantas otras habían pasado. Felicitas despertó en su cama en la vieja habitación 223. Nuevamente todo estaba en su lugar, todo había vuelto a la normalidad, excepto por el potus ahora marchito, que muy probablemente nadie había regado mientras ella se recuperaba. Las cintas de tela esta vez se hallaban atadas a sus muñecas, sin embargo el resto de la habitación parecía estar en orden: las paredes blanquísimas, la luz del tubo fluorescente, la mesita de luz volvía a rebalsar de frascos de pastillas y aquellos ojos vidriosos que la miraban desde los pies de su cama todavía estaban allí.


De propia autoria, para el loco qe todos llevamos adentro.